jugo de vidrios

Friday, November 08, 2013

Desde el arcón de la ignominia


                                                          



(...) Lo que sigue es un reparto, tan solo un escueto cast of characters alla Agatha Christie de Lullabies for Rich Kids, el borrador de la novela inédita de Lucius Thorpe que quedó practicamente destruída por el fuego en el incendio de su rancho de Lake Tahoe, en el verano  de 1918. Definida por su gran amigo, Sir Poliphemus Raleigh (el único que tuvo acceso al manuscrito) como "apabullante" y muy superior en escala y ambiciones a Los Bradenbrook, ha sido considerada desde entonces como una de las grandes pérdidas de la literatura del siglo XX, junto a Los Manuscritos Prostáticos de James y El Deshacedor de Borges (Juan Carlos). He aquí el fragmento:
(Traducción de Hermenegildo Partuzza)

Dramatis Personae

Clarence Goodbutt III: Patriarca de la familia. Un auténtico self-made man, Clarence amasó su fortuna traficando armas, embutidos y prostitutas durante la guerra de Crimea. A finales del XIX y habiendo edificado un vasto imperio de conservas y productos alimenticios, muere en un confuso  accidente durante una visita a una procesadora cárnica equina. Su historia es contada a través de pequeños flashbacks al promediar el capítulo cuarto y a finales del séptimo y el decimoctavo. No obstante, su anecdotario sobrevuela la trama en el stream of consciousness del resto de los integrantes de la familia.

Lady Florence Nightcunt: Suelen referirse a ella como "la zorra". Casada en segundas nupcias con Marvin Goodbutt, el hijo mayor del clan. Su primer marido, un rústico comerciante de chacinados, muere en extrañas circunstancias. Su aire taciturno, la palidez, y los objetos rituales que atesora entre los cajones y bajo las cómodas sugieren cierta clase de vínculo necrofílico que la ata a su difunto primer marido más allá de la muerte y de toda lógica.


William Osborne Jr.: Se alude a él en ocasiones como "el primo"("sweet cousin" en el original). Un personaje secundario, un pariente lejano que solo aparece en bautizos y funerales. Su temperamento hierático y estirado suele abandonarse a las costumbres más laxas al promediar la tercera copa de brandy. Años atrás fue protagonista de un luctuoso suceso acaecido durante un responso, involucrando una zanahoria y un pepino (sic), del que nunca se habla, pero que es rumoreado por todos “sotto voce".

Constance Chardonnays Goodbutt: La centenaria, enajenadísima esposa de Clarence, encerrada desde hace años en una buhardilla del ala norte del chateau familiar. Su origen criollo y su suicidio a lo bonzo (que desencadena el incendio que concluye el primer tomo) la emparentan con la Bertha Rochester de Jane Eyre. Antes de saltar al vacío envuelta en llamas, profetiza el advenimiento del nazismo y la fundación de la franquicia Tupperware, y su inevitable raigambre en el imaginario colectivo femenino de la segunda mitad del siglo XX.


Marvin Goodbutt Jr.:Víctima de una misteriosa enfermedad contraída en Nepal, permanece internado en un sanatorio de Lausanne durante la mayor parte de su vida. Ciertas disquisiciones y exabruptos durante un pico de fiebre y el recuerdo de un personaje asexuado (que podría ser un compañero de imaginaria de sus tiempos como cabo primero y supervisor de caballerizas en Surabaya) sugieren una homosexualidad poderosamente reprimida, fagocitada por los conflictos internos y la poderosa estructura fálico-patriarcal familiar.


Conchita, la mucama española: Personaje que actúa como un mecanismo de "comic relief" debido a una insipiente torpeza y algunas digresiones delineadas por poderosas fantasías masturbatorias con los varones de la familia.

Monday, November 04, 2013

A la bouche du loup



El ascensor está a oscuras; su interior se adivina angosto y quizá posea cierta forma rectangular, pero no podría asegurarlo. El reflejo tenue de un cristal cobrizo de lotos labrados, al fondo, recorta la silueta de una persona. Automáticamente inclino la cabeza a modo de saludo, aunque es muy probable que no pueda verme en absoluto. Yo lo único que alcanzo a distinguir de la misma es su estatura, y una media melena de cabellos ralos, castigados por una edad avanzada, o quizá por la acción de los elementos. El silencio es total. Más tarde, en un futuro hipotético, podría haberme cuestionado acerca de mi falta de curiosidad, o sobre esta necesidad imperiosa e injustificada de subirme a éste ascensor a oscuras y no a otro... Un momento breve condensa toda una vida salpicada de imprudencias. No acaba de cerrarse la puerta automática y unas manos marmóreas de delgadísimos dedos se abalanzan sobre mi cuello, en un movimiento seco, terroso, que venía intuyendo desde siempre, en cada callejón sin salida, cada vez que encendí la tele con los pies descalzos, en todas las siluetas insinuándose en la penumbra, al final del pasillo…

Sunday, July 31, 2011

La noche anterior a disipar todas mis dudas no dormí. No pude cerrar los ojos ni pestañear. Ni siquiera sé si respiré. Aunque a decir verdad no sé si tengo ojos; si algo en mí puede pasar por respiración es el aire o el agua que llenan este vacío un día moldeado en mi interior por manos colmadas de imaginación. Pero volvamos a los hechos. De noche, cuando el sol se ocultaba yo me transformaba. Fueron muchas noches, a lo sumo un centenar. Al final desaparecí, no sé si me rompí, el relato de mi existencia termina abruptamente. Mi última noche como recipiente de dudas y esperanzas fue como todas las demás (una secuencia segmentada, un collar de cuentas lúcidas bajo las estrellas, una sucesión de ojos sin párpados: herméticas, sibilinas, así fueron mis noches).

Lo realmente interesante ocurría de día. La persistencia de la memoria aflora de madrugada, durante la noche. Las dudas morirían al alba para dejar espacio a las esperanzas. La esperanza es una entidad diurna, aterradora y voraz. La esperanza planea sobre la duda, la esperanza, al igual que las ratas y las cucarachas, sobrevive a un invierno nuclear. Los incendios forestales, las hambrunas, los crímenes del amor, las enfermedades, las guerras, son el dulce alimento de la esperanza. Como todos sabemos la duda perece bajo los rayos diurnos, bajo el fuego de la razón, por aturdimiento o imprudencia, indiferente al método con que pretendamos reducirla a cenizas, pero... matando la duda dejamos el resto de nuestro espacio interior a un ser mucho más codicioso, vil y hambriento: la esperanza, que como ya saben lo corroe todo: el amor, la salud, la deuda externa, los inviernos nucleares, las cenas de aniversario, el fondo de las vasijas, ¡todo!
¡Tengan cuidado con ella!, la esperanza es lo último que se vence.

Me gustaría aclarar algo importante: en realidad soy un ánfora o en todo caso una jarra, no una caja, Tal deformación de mi imagen persiste desde el Renacimiento verbigracia de un napolitano que acabó sus días apaleado en un burdel de Mallorca, pobre, y tampoco fui moldeada por Hefesto. En lo que se refiere a Pandora, ya ven, una pena. Enjuiciada injustamente. Saboteada. Además, si lo piensan bien, ¡Pandora evitó un desastre! Les contaré una cosa. No fui hecha ni como castigo divino ni como prueba a los humanos. Fui un regalo. Un regalo colmado de las excelencias de la vida mundana: la vejez, que algunos no alcanzarán a ver, las enfermedades (empezando po la más grave de todas: el amor incondicional), la pereza (¿qué serían sin ella dioses y mortales por igual, sino esclavos encaramados al tripalum?), la locura, que es la madre de la razón; el vicio, la pasión, la tristeza, la pobreza, el crimen... no dudo que Zeus urdiera una estratagema y pusiera esta furia optimista en el fondo de mí para que, una vez destapada, salieran al mundo, en estampida, todas las virtudes, todos los dones del Olimpo, aterrorizados por el monstruo de la esperanza.

Friday, March 18, 2011

the standing dead

Esa noche soñó con un cocktail, una recepción informal en un local elegante y bien iluminado, quizá una despedida de soltero, o una fiesta conmemorativa de algún instituto, una peculiar vernisage en donde los comensales envejecían en cuestión de meros segundos, ínfimos segundos tardaban las risas joviales y sardónicas en transformarse en desdentadas muecas de azoramiento, raros peinados nuevos y pelucas de diseño caían inertes al suelo cubriéndolo todo como una alfombra deshilachada y mugrienta, las ropas se ajaban, virando a tonos amarillentos como un efecto fotográfico en una película cutre, una copa estallaba en mil pedazos debido a los cambios bruscos de temperatura, o a la condensación de los gases orgánicos en un recinto cerrado, o al simple hecho de que una mano artrítica la haya dejado caer al suelo, ceguera, y lunares, y verrugas instantáneas distribuyéndose en una onda expansiva concéntrica de decrepitud imposible de eludir que bien podía oponer una explicación lógica, o bien ser producto de un encantamiento fétido por lo que más fuese, la vulnerabilidad, el desamparo en los miembros mustios abriéndose como en racímos bulbosos raquídeos, o alveolares, genitales yermos por donde la sangre apenas irriga y crepita como las hojas secas, una extensión de llanuras mortuorias donde antes brotaban los fluídos almizcles secretados por gozosas glándulas, un abrir y cerrar de ojos, un carpetazo al libro de la vida que acaba con todas las percepciones subjetivas y el miedo a perder el trabajo, y a las tormentas eléctricas, y al hombre que nos tira de las sábanas, y a ese bulto ovalado en el huevo izquierdo, un yunque, una trasposición mastodóntica de sentido que lo convierte todo en un detalle pintoresco en una anécdota ya cerrada, lo que dura un minuto de juventud irreflexiva, lo que tarda un copo de nieve en caer al suelo en una bola de cristal, una miniatura dentro de otra miniatura.



Thursday, September 02, 2010

El jardín de los senderos que se autodestruyen

1-Esa noche soñó que iba a ver a su amante, un espléndido y agresivo ejemplar de poco más de cuarenta años, y lo encontraba avejentado y consumido, tapado hasta el cuello con frazadas roídas por el tiempo y los insectos en una tarde de calor sofocante. No había transcurrido mucho desde su último encuentro, tan sólo unas semanas quizá, a lo mejor poco más de un mes. No sabía su nombre, nunca se lo había preguntado, y él no era del tipo que se molestara en presentarse ante una mujer. No era arrogancia, sino su naturaleza simple y depredadora lo que alimentaba sus encuentros furtivos, el miedo a lo desconocido y una necesidad íntima de ser auscultada, olisqueada y deglutida por un animal rastrero; un hombre de pocas palabras, ojos azules apagados,e incipiente barriga cervecera. Quizá un capataz de obra o un oscuro inversionista ignorante, dueño de un piso amplio y comfortable, de intenso mal gusto. Más de una vez se imaginó a sí misma desmantelada sobre aquél suelo de mosaico ajedrezado del pequeño patio trasero que daba a su habitación, sus pertenencias desperdigadas flotando en un riachuelo de sangre turbia escurriéndose por el desague, tarjetas, servilletas de papel con números de teléfono susurrados por extraños a la salida de los servicios de alguna estación de tren en horas pico.
Era él, sin duda, pero el anima libidos brillaba ahora por su ausencia; únicamente un recuerdo áspero en sus ojos legañosos extinguidos. Un aroma acre de orina y halitosis flotando en la habitación, una caja de zapatos llena de medicamentos vencidos, pilas de diarios húmedos pudriéndose en una esquina, una mise en scéne simbólica y algo naif, una burda representación de la vejez más mezquina y solitaria.

La cogió del brazo, intentando desviar su atención de la mugre que los circundaba. Le estaba pidiendo algo, pero las palabras no salían de su boca, se extinguían en su laringe con un crujido de hojas muertas. Se estremeció al recordar su antigua compulsión por hurgar entre sus genitales y el culo, como si hubiese perdido algo allí dentro y le urgiese volver a encontrarlo, una búsqueda infructuosa que siempre parecía estar volviendo a empezar. Quería decirle algo. La presión en su brazo izquierdo se hacía cada vez más fuerte. Ahora su impotencia y el desamparo se funden en el recuerdo de su falo enorme, antaño poderoso y despiadado...

2-Despierta en una habitación que no es la suya. Ha perdido la noción del tiempo, aunque la perpendicularidad de los débiles rayos del sol cayendo sobre el ventanal le sugiere que podrían ser más de las seis de la tarde. Prefigura un patio interno y gris más allá de los cristales, varios metros más abajo. Intenta recordar como ha llegado hasta aquí, quien la ha depositado y arropado vestida en esta cama de dos plazas, cubierta por un edredón deshilachado y grasiento. Las ventanas estan cerradas, pero una suave brisa parece agitar el cortinado blanco acariciando el suelo.
Una visión temblorosa en la semipenumbra del cuarto; detrás del genero blanco hay una silueta inmóvil, de espaldas. Es un niño, o quizás sea un enano, mirando por la ventana. Transcurre un tiempo hasta que sus ojos se acostumbran a la penumbra, un tiempo silencioso e interminable. Intenta incorporarse en la cama, alelada por una jaqueca intensa localizada en la base del cráneo y sintiendo su cuerpo como apaleado bajo las mantas. El contoneo suave y arrítmico del cortinado le permite vislumbrar por una fracción de segundo la cabeza del niño, su cabello oscuro y sedoso, el cuello de su camisa de un blanco impoluto.

"¿Sábes quién soy?" Tres palabras que parecen flotar a su alrededor, munidas de una fisicidad imposible. ¿Ha sido el niño, o a lo mejor su propio eco, o una voz aflautada en su cabeza que nunca se había pronunciado antes? Los músculos de su espalda se tensan dolorosamente como cuerdas metálicas estirándose hasta el límite de su mandíbula desencajada. De nada sirve esperar una respuesta, una réplica que tuerza el sentido de esta inquisición desasosegante y antirretórica que aún flota por el aire viciado de esta habitación como un encantamiento fétido. El niño permanece inmóvil, como una estatua viviente, o una cabeza parlante, detrás del cortinado. Es en vano esperar. La voz sube el volumen y se dispersa, imitando el graznido y la urgencia de unos pájaros desbandados.
"¿Sábes quién soy?!"

Sunday, August 22, 2010

2ª nota de suicidio de la señorita Rottenmeyer












No imagino nada más prudente que el suicidio.
Manchar el árbol de la vida con un “SÍ” rotundo.
Y no me refiero a atravesar de cabeza
la superficie ajedrezada
ni a pegarse un tiro en la boca (para nada
un bosque expresionista en la pared,
un pie desnudo y el dedo gordo
colgando del gatillo).

Me refiero a otro tipo de tumulto,
quiero decir, algo
mucho más ácido o prematuro:
una forma de chantaje para unos,
picor de culo en días de viento para otros,
algo que nos recuerde
aquella casa y aquellas habitaciones baldías,
aquel sueño inmarcesible y aquel río
donde los gatos románticos
se comían a las ranas.

Wednesday, June 16, 2010

Je suis une pute


¿A qué me recuerda este lugar? A la promesa de un invierno crudo. A un mediodía aséptico a fines de septiembre, lleno de nubes que entran por la ventana. A un tiempo perdido y aún así rico en proverbios. A un matar el tiempo. A un temblor en el habla, a una parquedad en los vestuarios. A un sendero cubierto de hojas muertas, cuando ya casi nadie queda en los parques.

A la confirmación de una soledad unánime y urgente en cada desconocido que entra y sale de su casa a medio camino entre Kennington Lane y Vauxhall, al otro lado del río, al miedo dickensiano (y totalmente infundado) al hambre, al drama y al valor espúreo.

A querer llegar a todos y no querer llegar a nadie 

Saturday, February 20, 2010

novalis blue

> Subject: carpeta azul!
> From: ljasnikovski@kac.pl
> To: a_winieczka_r@hotmail.com
> Date: Sat, 12 Jan 2019 06:29:33 +0100

Querida Angelina, corto y pego la última parte de su email:

“… Decía algo así como: brumas nocturnas, soledad, la piedra luna que en tus manos encontré como ranuras donde no mirar."

Carrion sólo esperaba que mis esperanzas, lejos de abordar quimeras, levantaran su morada sobre la roca humilde, porque lo clásico es lo sano y lo romántico lo enfermo, porque lo sano siempre prevalecerá sobre el “jirón de niebla” que se ha llevado a toda una generación de nuestros mejores poetas argentinos a las catacumbas del oro blanco y las flores azules de Novalis. Yo siempre me sentiré más identificado con el bello estramonio de E. T. A. Hoffmann, en toda su dimensión extemporánea, cruel, mediocre y teatral.

En lo que a mí respecta a la situación actual y a las aportaciones del nuevo Gobierno en materia de educación, siempre me vienen a la cabeza las palabras de Deleuze al considerar que "Sade distingue dos tipos de maldad, una maldad estúpida y diseminada por el mundo, y la otra depurada, reflexiva, que, a fuerza de ser sensualizada, se ha hecho «inteligente»"; y tal vez el mecanismo que pueda sobreponerse a este paradigma de creación de sentido, en términos de impregnación nacionalista, sea el empleado en la actualidad por esos mamarrachos, agudos pero apocados, esa głupi ludzie de los "hipogrifos", ya que la activación del sujeto (y sus límites) en el mundo como torturador o como víctima resulta indiferente, siempre y cuando se haga legalmente: lex loci contractus.

Por favor, intente volver al piso de Carrion y encuentre la carpeta azul de maman. Por cierto, he decidido hacer una visita a Víctor Bonate, espero que no le importe.


Un cordial saludo,


Leopoldo Jasnikovski
Kalmykian Airlines Consulting
Ulica Mysliwiecka 98/2 - bez numeru
00459 Warszawa
tel 583 40 02 24 / 583 40 02 25
ljaśnikovski@kac.pl



Monday, February 15, 2010

. ...hunger!

Definitivamente, nunca hubiera imaginado que se afeitara las pelotas. Quedaba claro que la sensación de tenerle en mi torrente sanguíneo, en el litio de mis glóbulos blancos o navegando en mi colesterol era un puro simulacro, un afecto aplacable únicamente por el hambre. Sabía que no era una relación simétrica. Lo supe desde el primer día que me confundí con su cuerpo entre las redes del tedio, en la primera de las tres o cuatro madrigueras que ocupó en Buenos Aires, entre el Riachuelo y la Dársena Sur. Hijo de puta. Llamémosle C. Llamémosle C, el estudiante chileno, el perro romántico. Yo era una gallega desorientada más de los cafés de Puerto Madero. Solíamos quedar frente al Mercedes Benz del monumento a Juan Manuel Fangio. Permanecíamos horas sentados allí, fumando cigarrillos y bebiendo coca-cola. Rara vez hablábamos. Alguna vez, en el transcurso de nuestros largos paseos por el dique 4, me miraba y su cara parecía alumbrarse aéreamente, a veces me sonreía y metía su mano en el bolsillo de mi chaqueta para tomar la mía o simplemente me abrazaba o se balanceaba en los andamiajes lanzándome visajes de mono borracho. Yo prefería recibir esos momentos sobriamente, sin grandes aspavientos, como quien toma algo prestado, consciente de mi papel en nuestro improvisado teatrillo ambulante y, aunque mi actuación fuera más bien tan forzada como poco profesional, cualquiera nos hubiera confundido con una pareja normal, aunque lo cierto es que apenas llegamos a conocernos. Él bebía agua del surtidor, doblando el espinazo lánguidamente, recogía del suelo una hoja amarillenta y bífida, una polilla del pleistoceno, y entonces me besaba, con su barba todavía mojada y llena de mariposas.

C, el chileno, afeitaba sus pelotas ya de por si tan suaves, tan dúctiles, pese a que su cuerpo lampiño ofreciera al tacto la caricia relente y dura del océano. Sentado su zona lumbar se relajaba, volviéndose un muro infranqueable de pie, y así su espalda parecía encorvarse bajo el peso de los omóplatos y el vientre se adelantaba terso y los codos retrocedían como si las manos tomaran su pecho en el transcurso de un lance patético irreconocible. Sus labios grandes y levemente irregulares, más lobulados hacia su lado izquierdo. La nariz ligeramente torcida, había recibido el impacto de una lata de conservas hacia los catorce o quince años, dejándole una imperceptible depresión también en el lado izquierdo. A pesar de estas dos pequeñas irregularidades, junto un invisible desplazamiento de la musculatura facial, su cráneo resultaba una estructura bastante armónica. Unos ojos brunos, pequeños y afligidos sostenían un par de cejas altamente pobladas y rectas de las que emergía una frente cuya piel, sin apenas arrugas de expresión, era más clara que en otras partes de su cuerpo. Me gustaba besar su frente y sentirla tirante y fría bajo mis labios, mientras él sostenía mi cuerpo indiferente, me hacía recordar el tacto de aquella especie de pelota suiza con manguitos con la que me entretenía a los ocho años en el pasillo de casa, durante aquellos momentos de goce solitario en los que me cuestionaba si podría haber nacido en otra familia o simplemente no haber nacido en absoluto, si podría haber nacido chica o chico, o qué era aquello de la “hiperplasia adrenal congénita” (ya por entonces mis padres habían comenzado a infligirme una intensa terapia quirúrgica y hormonal). Yo me lo tomaba como un juego, un juego de médicos. Mi adolescencia fue un oasis de ardor en mitad de una pista de hielo; mi infancia un largo escalofrío.

Él nunca me acariciaba los senos a pesar de que me los había operado recientemente. Cuando follábamos le gustaba cruzar mis piernas a la altura de los tobillos entre sus manos y sostenerme con el brazo alzado en cada una de sus envestidas. Sólo me follaba analmente. Me gustaba sentir cómo me punteaba rápidamente y luego, casi de aguinaldo, su polla irrumpía ávidamente provocándome deliciosos espasmos para luego explorar mi interior con tranquilos movimientos circulares. Me abría entonces de piernas ampliamente o levantaba la pelvis a la altura de su cintura y dejaba que él disfrutara mirando su polla entregada al vaivén de los acontecimientos; sonreía como un niño y alargaba su mano hacia el bote de popper, que en grandes dosis me producía ataques de risa incontrolables, con el que tan fácilmente nos abandonábamos al olvido ondulado de colocón y sábanas. El sexo era para nosotros algorítmico. El ritmo cardiaco asciende y desciende como ondas en un estanque, como el cableado eléctrico visto durante un viaje en tren. En ese momento no se buscan las partes amadas del otro; se olvidan los pliegues predilectos, el aroma de ingles y axilas, flores oscuras, filamentosas, labios que se cierran una noche de golpe, escudos en alto, con sus espadas de media luna. Una mañana, como en el cuento de Caperucita y el lobo, mientras me penetraba por detrás, sintiéndome despojada ya de todo beso o caricia, pensé en comérmelo. La indecisión dió paso al hambre, a un hambre pertinaz.

Hoy he visto sus pelotas brillar bajo la luz mortuoria del baño, la cuchilla las rasuraba con instruida solemnidad. No estoy capacitado para mantener una relación, mira cómo te trato, me dice. Y yo me quedo despoblada con mis ojos de vaca india, porque creo que estoy enamorada de su carne y no es cuestión de alucinación metafísica, no es cuestión de Descartes ni de Barthes, porque eso sería producir una esfera de pensamiento en la que sólo cupieran los serafines colgantes de la catedral de Sofía. Él prosigue: lo que pueda sentir hacia ti no tiene importancia, no mueve montañas, no me va a ayudar a dejar de fumar. Pienso en sus pelotas rasuradas y lo difícil que es masticar un escroto en crudo, sin cocinar.

Me llamo Auxilio Betancourt y, aunque soy española, soy la madre de la gastronomía argentina. Mi sexo se dejó los dedos en el hogar de los sacrificios humanos. Yo los conocí a todos y todos me conocieron a mí.




Saturday, January 30, 2010

Ripping Esther


La pista de aterrizaje brilla bajo la luna, me protejo los oídos del agudo tropel que sale disparado de las turbinas. Mis ojos no son mis ojos, son las caricias de un desconocido a un perro que muerde las violetas con el morro lleno de babas verdes. Mis ojos están en Leipzig, mis ojos están aún en el restaurante Agripina de Gottschedstrasse. Mis ojos absortos, escurridizos, cercenados y expósitos en un vaso de agua de vichy. Un viento acerado y frío pasa a través de mi cuerpo: mi cuerpo oscila como una tela de araña.

Son las once y media de la noche. Me doy prisa para no coincidir con la clase turista. El cumplimiento de la ley no exime del pecado que supondría apagar el último de mis cigarrillos egipcios. Espero bajo el monitor de información, apoyada en mis muletas. El bucle de la cinta transportadora parece haberse estabilizado en una bolsa de mano naranja fosforito bastante manoseada y un guante olvidado por algún operario. No sé por qué me empeño en empaparme del momento en que despegamos de Berlín y vimos sus luces ocres especular sobre el ala del avión. Vuelve a invadirme una subterránea necesidad de lagrimeo. Mi encuentro con Angelina ha sido más fructífero de lo que nunca hubiera imaginado, para ser ésta una estrella octogenaria, acabada y reanimada para la posteridad del olvido. Nuestra conversación ha llenado el abismo de silencio que acompañó a Esther en los últimos años de su vida. Qué cutre es todo en el sur de Europa. A una le entran ganas de exiliarse a Ganímedes junto a las azafatas.
Aparece en escena la agente de vuelo Genuflexa Williams, como una hierofanía, con su unánime ojo, pues sólo tiene uno, justo encima de la nariz afilada (la línea de maquillaje que lo subraya comparte escrupulosamente el mismo tono verde clínico que da color a sus labios y a su vestido). Declama que lo siente muchísimo, que mi equipaje fue enviado por error a París, la ciudad del amor, y que por favor la acompañe a la ventanilla de ventas de Iberia, donde está a punto de comenzar la representación de una obra teatral.

Pero algo en su voz ha traspasado los límites de la generosidad, algo en su voz la ha delatado, un crujir, un "amago de", un rumor aguamarino y verdoso de roquedal, y muchos años, cientos de años, miles de años a pie de barra en antros y tugurios públicos y privados de todo el espacio abierto internacional; un pequeño sofoco, casi un resuello, me ha dejado bien claro que me olvide de tomar mi próximo vuelo; algo en su voz me ha gritado vete, corre, escóndete, olvídate de tus cosas, tus cosas no son tus cosas, son los cosos y cosas de la vida, deseosa de ti misma. En mi cabeza decenas de taxis han atravesado la ciudad hacia destinos improvisados, hacia destinos dadá, hacia hostales alejados de las cámaras de seguridad que agobian el centro. La vida siempre vuelve preguntando por sus cosas, ¡huye!




Wednesday, November 11, 2009

neoplatonic kryptonite



En la Escuela Industrial de la Nación (ex Instituto Politécnico "General San Martín"), frente al recién inaugurado Monumento al General Onganía, veinte estudiantes de literatura comparada que desarrollaban labores de propaganda se vieron envueltos en una trifulca con los miembros de la Federación Antisecular Universitaria, que había irrumpido apoderándose de unas quinientas fichas de nuevo ingreso e instando a disolver la recientemente creada Comisión de Bibliotecas. Durante la revuelta, que dejó un balance de cinco estudiantes lesionados y un carrito de devoluciones de la biblioteca central reducido a cenizas, no intervino la policía preventiva. La Revolución de los Hipogrifos, bautizada así por una redactora del Reader’s Digest (una catedrática de Lenguas Muertas, aficionada a la mitocrítica, llamada Angela Carrion) en un artículo titulado De inconvenientia militaris disciplinae cum christiana religione, estaba liderada, según la opinión de la experta en latín medieval, por unos cuantos mocosos desorientados por el neokrausismo y ciertas ideas ontológicas trasnochadas y sospechosamente urdidas a través de un discurso de resonancias místicas que, al fin y al cabo y dadas las circunstancias actuales, estaba llamado a ver cumplidas sus exigencias. Éstas eran: la derogación de la Ley Orgánica de Enseñanza; la derogación del Decreto supremo A867 del 15 de Junio de 2021, que regulaba los seminarios universitarios impidiendo la introducción de panópticos en el ámbito de las cofradías escolares; fin del derecho universal a la enseñanza; estudio y reforma de la Jornada Preparatoria Completa; reinstauración del Filtro Estatal de Aislamiento Universitario. También pedían seguridad privada en las aulas y la expulsión de los departamentos de toda persona cercana a ideas de inconveniencia de género. Seguramente alcanzarían sus objetivos, pero, de todas formas, ¿qué los empujaba, por así decirlo, a movilizarse además por refundar las raíces cristianas de la nación?, ¿por qué esa animadversión a la mujer?, ¿cómo ocultar ya el holocausto marica? No había terminado de enfriarse el cuerpo de esta temeraria colaboradora del Reader’s en su apartamento de la avenida Pellegrini cuando Carlos Tedesco, jovencísimo efebo becado por su departamento, amedrentado por la Policía Religiosa ante la idea de tener que meter sus pelotas rasuradas en una jaula llena de ardillas, dio el nombre de cinco elementos reaccionarios: Raquel Neira, la famosa escritora; Esther Castro Negrete; Víctor Bonate y Enrico Gandini (o tal vez Gandiano), lacanianos; y Coco Nube, una travesti saharawi que se ocultaba en un local alquilado por Jasnikovski en la calle Tucumán. Era el preludio del Jueves Sangriento, los albores de la Revolución Cultural.




Monday, October 19, 2009

nota de suicidio de la señorita rottenmeyer


hay un atardecer sin coberturas,

una burbujeante cuerda floja, una
verga inmóvil que todo lo ve.

su imparcialidad (la de los muertos) fue puesta en duda
por los observadores internacionales, enemigos
de la poesía, que dieron por válidad su quietud,
aunque reprobaron la usura de su lenguaje
(una jerga en cuyo interior germinaban todas las ruinas),
era, decían, una lengua ajada, sin saber que
su lengua sería la guillotina.

libros sociales que evitan hablar de política
apabullan a las minorías de furgonetas blancas

(soñé qu
e te buscaba
a través de azoteas llenas de inquietud
y desde la orilla de un tejado te veía
abajo, en la ventana
colocando escarcha y adornos de navidad

en la vida real están todas las caídas
todos los partes médicos
todas las enfermeras

bajo mis párpados somnolientos está Ad Dammam
soñé que me llamabas desde allí
con esperanza y sin ella
que, entre risas, me contabas
cómo era el mar, que habías soñado
que un mono gigante te perseguía
a través de terrazas y azoteas interminables
que volabas sobre los tejados
y que a la orilla de uno me encontrabas
inacabada y fría
como un bosque).

tantos atardeceres ideales, ¡tanto durkheim!
cuando lo que necesito son
cortisona y besos.

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Saturday, June 20, 2009

die glückliche Hand (la mano feliz)


"Las olas del corazón no estallarían en tan bellas
espumas ni se convertirían en espíritu si no
chocaran con el destino, esa vieja roca muda."

Hölderlin



La mano desafortunada fue la izquierda.

El efecto de una ligera sobredosis de lorazepam no es muy diferente al pedo que te proporciona el opio. Mis mejores colapsos los he tenido con sus derivados, pero no hay nada comparable al efecto hipnótico, amnésico y sedativo de la benzodiacepina. Un hombre que duerme. Algo se ha roto. Pero vayamos por partes. Hoy la he visto por primera vez en el jardín. No la he saludado según el protocolo, no hacía falta. Tan sólo le he hecho un comentario soez. Ella se ha lanzado a mi cuello como un perro de presa. La suerte está echada y a mí me ha tocado la sota de bastos. He pensado en hacer una pequeña confesión a la cámara de vídeo, aunque esté a oscuras. He pensado en encenderme medio cigarrillo, pero llevo un rato oliendo a gasolina.

En cierta ocasión, durante una fugaz visita a Enoshima, Ángela me contó que en el colegio tardó mucho más tiempo que el resto de sus compañeras en desarrollar los pechos. Me lo dijo mientras se probaba un bañador en una de las tiendas de la playa. Yo por entonces estaba enamorado de ella y la escuchaba idealizándola. El relato de aquella etapa de su juventud es fácilmente resumible en unas cuantas frases asépticas e intercambiables. Aprendió a ser ignorada y a no desear nada de nadie. Aprendió a pasar desapercibida y eso no le importaba. Todo cambió tras una operación de reacondicionamiento del tabique nasal: el animalillo de cabeza rota, que aún guardaba una aprensión atroz al sexo masculino, se convirtió en una bella princesita imperturbable, severa y, por qué no decirlo, también anodina. Eso pude saberlo por las pocas fotos suyas que vi de aquella época. Tras aquellas inolvidables vacaciones en Kamakura, una vez consumada toda mi turbación y habiéndola idealizado hasta la caricatura, nuestros encuentros volvieron a ser estrictamente profesionales. Ella se había dado cuenta de cómo era yo realmente. Había defraudado sus expectativas. A ojos de los demás seguíamos siendo amantes. Seguíamos durmiendo juntos, pero ya no nos tocábamos. Lo estuvimos haciendo durante un tiempo para darle un toque hierático a nuestra alianza dentro de la corporación. Hasta que un día comenzamos a despellejarnos mutuamente a través del mail de la empresa. Inconscientemente lo hicimos para ser descubiertos. El resto fue tan fácil que aún hoy me cuesta reconocerlo. Su padre reaccionó de manera positiva, desde el momento en que entré a trabajar para él me había tenido en estima y, en lugar de matarme, tan sólo me retiró la palabra y me subió el sueldo. La separación de cuerpos fue fácil, teniendo en cuenta el historial de abandonos, rupturas, desencuentros, huelgas de hambre e intentos de suicidio que la precedían.

Pienso en ella y no la odio. Aunque, cuando me despierto por las mañanas, me entran ganas de estrangularla. Cuando la veo ahí echada con esos aires de ángel ciego, cadavérico, desmantelado como rapiña, me entran ganas de vomitar las opíparas cenas, las confesiones inútiles vertidas en ellas. Liberaría toda esa sangre que fluye bajo su piel tersa: una pleamar ácida, relente y dura como el océano. Sus pestañas, larguísimas, oscuras, glaciales como coños petrificados en almíbar, apuntan a mí sin mirarme, porque es un ángel ciego, abandonado a las fieras, que mira sin mirarme, que me mira sin ojos. Pienso en todas las mamadas que me ha hecho por las mañanas, después de haberla estado observando catatónico; pienso en su nuca caliente haciendo nubes que giran azul eléctrico como caballitos de mar a punto de nieve y me da pena. Siento lástima por ella. Por su cuerpo cansado y anodino.

Hoy he vuelto a dormir en su casa. Ángela ha comenzado a joderme la vida con sus lloriqueos nada más despertarse. Quiere que la lleve de vacaciones a Seychelles. Ha discutido nuevamente con su padre. Yo lo que quiero es que volvamos a estar bien. Una vez aplacado su lloriqueo, la señora Sakami ha entrado para abrir los paneles y servirnos el café. La señora Sakami es la masajista de mi ex prometida, vive con ella. Tiene cuarentaitantos y, a pesar de la increíble facilidad que tiene para quedarse dormida, es hiperactiva. A veces permanece en silencio, siesteando junto al naranjo del patio. Podría dormir perfectamente el sueño de los justos con una cigarra pegada a la oreja. Remuevo mi taza mientras me masajea los pies y me percato de que tengo un mensaje de mi amante en el facebook y que el café hoy es más amargo que de costumbre, debo tener las papilas gustativas atrofiadas por mi tendencia a los somníferos e hipnóticos de largo alcance o han cambiado de proveedor. Es un mensaje interrogativo: “¿Qué sonido hace una mano que aplaude sola?”. Qué estupidez. Ninguno, joder. Borro el mensaje. Apuro el café. Cojo el móvil. Voy a llamadas realizadas y borro su teléfono. Lo mismo hago con las llamadas entrantes. Me aseguro de no tener su número almacenado en la agenda o en alguna otra parte. Ésta no es la única técnica que conozco para controlar cierta pulsión mortífera que me pueda convertir en un ser perturbado y acechante. Mensajes errantes, mensajes que se empujan los unos a los otros a los charcos, mensajes que te pegan a la salida del colegio. El balón de oxígeno me ha durado hasta el medio día y luego he salido para el trabajo. Pero antes debía ir a Ni-Chome a recoger el portátil y mi coche. La JR estaría atestada. Julio podría llevarme en el Aston Martin. El tiempo del trayecto lo aprovecharía leyendo los últimos capítulos de Kawabata. Tal vez Deleuze, si hubiera conocido Lo bello y lo triste, la hubiera mencionado en Lo frío y lo cruel. Deleuze nos recuerda que hay que aprender a ser sujeto. Ser objeto es lo fácil. Recibir escupitajos en la cara dignifica la presencia extramoral del cuerpo. Lo arduo, lo verdaderamente complicado es ser sádico. Sádico de veras. Un puto místico en serie. Un ser sádico, reprimido, que en la infancia lee vidas de santos y en la adolescencia Julieta o el vicio ampliamente recompensado, absolutamente fascinado por la fuerza sobrehumana de la propia sangre, aleteante y comprimida bajo la piel, un placebo con disfraz de tigre, un peligro para la propia existencia. Entonces, aunque ya es demasiado tarde, caigo en la cuenta: Él (sujeto), por medio del engaño de la literatura, ha perdido su verdadera esencia, y ha de volver a los escarceos sádicos en el seno de la familia celestial. Ella fue quien me arrancó de la matriz y cocinó las vísceras a la madre de dios. La sombra de mi amante crece tras los innumerables objetos que acompañan las evoluciones de mi cuerpo desde que he salido de casa de Ángela acompañado por Julio. Como si llevara un petardo metido en el culo.

Mi cuerpo no esperaba verla. Verla a ella. No a mi compañera. No a Ángela: a ella. Su juventud contiene toda la crueldad, todas las conquistas del psicoanálisis, todas las maternidades. Su juventud es oral, limpia, buena, aplastante. Su cuerpo es el cuerpo de la niña-verdugo, el racionalismo de la violencia hecho carne. El cuerpo (mi cuerpo) seguro de sí mismo, el cuerpo y sus órganos, narcisista y dominante, quedará reducido a cenizas, peor aún, a los designios de una niña fría, maternal y severa. Ella estará ahora sentada en el pabellón de tiro, la señora Sakami le habrá servido té o café. Ahora mismo estarán hablando entre ellas.

Había ido a buscar a Julio al garaje pero no lo encontré allí. Fui al parking de la entrada, bordeando la mansión por el jardín de rocas y, en busca de él, me la he encontrado a ella, a la virgen de las rocas, agachada al lado del Aston Martin; la virgen helada con uniforme escolar de las hermanas adoratrices, desahogándose tras un macizo de bello estramonio. Su orina surcaba la piedra plana que hay junto al estanque y parecía cumplir el deseo de la roca. He fingido mirar hacia otro lado y le he comentado que en las oquedades de aquella misma piedra el maestro Shusaku, de quien fuera discípulo el propio Hokuba, deshacía su pastilla de tinta, con ayuda del agua que la lluvia matinal filtraba entre las ramas de los sauces, y que por ello se decía que el maestro “mojaba su pincel en agua de sauce”. El templete que la había cobijado en los primeros años del shogunato Tokugawa había sido devorado por las llamas doscientos años atrás, durante una tormenta de verano, y del lugar tan sólo había quedado la piedra Ki, plana, que sirviera como escaño de acceso al templete, en donde decían el maestro invitaba a sus amigos a beber sake bajo la luna y en donde, según las crónicas, untaba el pegote poroso de tinta azul con que inmortalizaría sus series de bambú y gorriones. Ahora no era tinta, sino el aceite de un Aston Martin despampanante, lo que honraba a la roca humilde: aceite, gasolina, anticongelante, las micciones propias de una criatura diabólica adicta a la sumisión evidenciaban el paso de los años que separaban aquella mancha oleosa, que aún parecía conservar rastros de tinta, de los pájaros petrificados del maestro Shusaku. “¿Qué coño estás haciendo aquí?”. La pequeña bestia no se molestó en darse la vuelta para contestar: “He venido a pasar unos días con ella, ¿no te ha dicho nada? Jódete.”

No pude evitar estrangularla. Mis manos rodearon su cuello estupefacto hasta que hizo clic. Como la pata de un insecto. Clic.

Pero eso sólo ocurrió en mi cabeza. No tuve agallas. Me despido de Keiko con una leve inclinación de cabeza y marcho con Julio, que se ofrece a acompañarme hasta Yasukuni Dori. Un hobre que duerme. De camino en la autopista no leo; me entra el sueño, estoy mareado. Durante un momento he creído tener un colapso respiratorio, así que Julio ha bajado la capota. Parece empeñado en llevarme hasta casa, pero yo insisto, prefiero caminar hasta Shinjuku y hacer algunas gestiones. Afuera el canto de las cigarras se expande por la ciudad como el cólera o la peste sobre París.

Junto a la estación de Shinjuku, en la salida este, compro una cámara de vídeo. Me siento un poco mareado. Es sumergible y apenas ocupa el bolsillo de mi chaqueta. Pago al contado. Ángela es para mí un coño cutre pero acogedor. Pero ella, la virgen helada de las rocas, es la muerte misma, la muerte que viene a visitarte en traje de baño tras una cena abundante y ahora, seguramente, estará hablando con ella, conjurando algún plan siniestro para destruirme. La cabeza me da vueltas. Tengo sueño, parece que me hayan echado arena en los ojos. Me dirijo en dirección al parque de Shinjuku Gyoen, pero al cruzar la alameda giro hacia el barrio marica. Ángela es fría, maternal y severa. Pero ella es la muerte que me llama "bella y dulce criatura" y me pide la mano. Quiere que confíe en ella, quiere que me deje caer en sus brazos como la vieja Muerte de Matthias Claudius. Schubert inunda Ni-Chome bajo el sol de la moneda, trepanando los cráneos de chaperos inefables que apoyan sus culitos lampiños en los bolardos de la calle trasera al edificio Bygs, que es donde dejé aparcado mi coche. Siento ardor. No debí tomarme ese café. Tengo calor. Me da vueltas la cabeza. Veo un reclamo de un antro que desconozco, el Red Monkey; estoy a punto de comprar tabaco en un dispensador del mismo portal cuando gritan mi nombre a mis espaldas.

No me ha dado tiempo a reaccionar. Me he girado y lo siguiente que he visto han sido las estrellas. Me han metido la cabeza en una bolsa. He escuchado la voz de Julio, llamándome maricón. O tal vez fuera "pervertido". He sentido otro golpe en la cabeza, esta vez un poco menos contundente que el primero y luego me han pisado la mano contra el asfalto caliente como una colilla, la mano derecha, hasta que ha hecho clic, hasta que han habido varios clics. Algo se ha roto. El corazón del mundo ha caído en la noche. Y ahora estoy metido en el maletero de mi coche, un coño primigenio y enmoquetado con olor a desinfectante que me llevará directo a las puertas del cielo.







Thursday, May 28, 2009

Nuevas Sagas Literarias
















*Innmund, son of Beowulf (Anónimo)

*Guerra y Paz II, Huelga General, por Piotr Machacovski

*Nuevas aventuras de Holden Caufield, por Mark Chapman

*La vida es insomnio, por Jesus Calavera de la Tiña

*Crimen y Fianza, por Nikolai Mogol

*Innmund, son of Ectoplasm (Anónimo)

Monday, March 30, 2009

"Mujeres estúpidas" (Esclavitud Gabali)

Cleopatra, Cleo para las amigas, es una antigua gogó que acaba de salir de la cárcel tras cumplir condena por evasión de impues- tos, usurpación de identidad, falsificación de documentos y estafa. Dispuesta a comenzar una nueva etapa de su vida en la capital, decide mudarse al centro y trabajar como relaciones públicas en una conocida discoteca. En un bar de ambiente, tras una manifestación contra el aborto, conoce a Cloe, una chica especial, solitaria y quebradiza, correctora ortotipográfica y ex locutora de radio, que intenta recuperarse de la pérdida de su madre, enferma terminal, a la que ha estado cuidando en casa durante los últimos seis años. Cleo se convertirá en un gran apoyo para Cloe, pero justo cuando han empezado a surgir los primeros destellos del amor, ésta empieza a desarrollar la misma patología que le arrebató a su madre, comenzando por una ceguera irreversible. A Cloe no le queda más apoyo en esa casa que una desconocida de la que ya ha empezado a enamorarse cuando, cierto día, empieza a intuir la presencia de una tercera persona en las tinieblas del apartamento, al tiempo que su amiga se vuelve cada vez más distante.
Esclavitud Gabali (Madrid, 1979) es una de las escritoras emergentes más prestigiosas del momento. En Iliada Editorial ha publicado Sado Tropa, una crónica familiar (2001) y Una noche menos (2004).
Esclavitud Gabali
"Mujeres estúpidas"
Editorial Ilíada
192 páginas 18.95 €

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